En las últimas
semanas, desde nuestra página en Facebook y nuestra cuenta
de Twitter, propusimos, sucesivamente,
la lectura de tres publicaciones aparecidas en la web en torno a la disputa
entre los postulados de la escuela que se conoce como “Behavioural Economics” y
la noción de racionalidad corriente en las ciencias sociales.
En
la primera de ellas, publicada por el destacado sitio Project Syndicate,
Keith E. Stanovich distingue entre las nociones de inteligencia y racionalidad,
comúnmente confundidas. El mencionado autor, en pocas palabras, busca explicar
cómo muchas veces gente inteligente comete groseros desaciertos, considerados
como “irracionales” por la referida escuela de Behavioural Economics: tomar
decisiones que suponen una expectativa de vida superior a la media, considerar
toda evidencia como una confirmación de las propias suposiciones, o tomar
decisiones incoherentes en función del efecto de distintos marcos de
referencia, por citar algunos ejemplos. Stanovich propone enfocar los esfuerzos
en materia educativa en entrenar en el desarrollo de estrategias del
razonamiento, en lugar concentrarse exclusivamente en aspectos propios de la
inteligencia.
En el otro arco del
espectro de opiniones sobre la materia, tenemos al economista Peter
Leeson, quien, en una entrevista realizada por Ben Richmond para la publicación
Motherboard, afirma que conductas que aparentemente no tendrían explicación
racional alguna, o serían clasificadas dentro del pensamiento mágico, como ser
los sacrificios humanos celebrados por las comunidades primitivas, contarían
con su propia explicación racional. Para Leeson, partir de la caracterización
de tales rituales como irracionales implicaría clausurar toda investigación
ulterior. Lo interesante, para el referido autor, pasa por asumir que tales
decisiones son racionales e inferir a partir de allí qué elemento faltante para
nuestra cosmovisión le otorgaría racionalidad. El supuesto de que toda acción
es racional -y su subsecuente explicación- permitirían formular hipótesis ad
hoc que harían extender nuestro rango de conocimiento sobre la significación de
tales prácticas sociales.
Finalmente, Tim
Harford, para el Financial Times, hace un balance de la incidencia de la
Behavioural Economics en las políticas públicas. En su lúcido artículo,
Harford reconoce que dicha escuela ha sido la estrella en materia de políticas
públicas de la última década, pero al mismo tiempo llama la atención sobre el
actual repliegue de la misma. Su crítica estriba fundamentalmente en que el
referido auge de tal visión en materia de políticas públicas no provino tanto
de su capacidad para formular propuestas más racionales, o más eficientes, si
no las menos impopulares. En resumidas cuentas, los aportes de la mencionada
corriente no han influido tanto en la toma de decisiones más racionales por
parte de los ciudadanos, si no en la elaboración de marcos de referencia que
hagan más digeribles para el público determinadas decisiones políticas poco
populares –es decir, generar, paradójicamente, una decisión irracional por
parte del mismo a la hora de juzgar tales políticas.
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